El convento de los Capuchos de Sintra
Monjes ricos, monjes pobres
En la segunda mitad del siglo XVI se levantaron dos espectaculares monasterios en la Península Ibérica. Uno está considerado como la “Octava Maravilla del Mundo” y el otro como uno de los más humildes de la cristiandad. Ambos se construyeron casi a la vez, con la diferencia de que el Jerónimo tardó 25 años en terminarse y el portugués se levantó en uno solo, eso da idea de su modestia.
Ambos son la antítesis de los sentimientos religiosos de esa época y lo más alejado del espíritu barroco que vendría unas décadas después. Visitando el “Convento de los Capuchos” en sintra no puedo por menos que recordar a quienes han ponderado la sobriedad del monasterio madrileño de El Escorial y al “Estilo herreriano” como modelo de sencillez, cuando comparado con este de Sintra, es como hacerlo con la más la más exclusiva “suite” de un hotel de gran lujo y una choza de pastor en la alta montaña.
Felipe II, fue un rey que sigue concitando toda clase de filias y fobias. El “Rey prudente” para unos y fanático religioso para otros, dijo de este humilde convento: “De todos mis reinos, hay dos sitios que mucho estimo, el Escorial por tan rico y el Convento de Santa Cruz por tan pobre“. (Cartas de Felipe II a sus hijas, 1581-1585).
Y es que el convento de la Sierra de Sintra es muy especial. Y decir que algo es muy especial en Sintra es mucho. Pero es que este “Conventos dos Capuchos” es el “patito feo” de Sintra, tanto por su sencillez -que no gusta a todos- como porque hasta allí solamente se puede llegar en automóvil o en alguno de los autobuses turísticos.
No es mucho más lo que quiero/puedo escribir de este lugar. Me faltan palabras para describirlo, no a sus angostas puertas que dan paso a celdas más propias de granja que de monasterio, a su refectorio con la impresionante mesa de piedra e incluso a esas letrinas de escatológica interpretación, donde aún se humillaban más aquellos monjes que abandonaban la vida y todo lo terrenal cuando entraban por la “Puerta de la Muerte”. Es un lugar precioso, pleno de paz, pero a poco que pensemos lo que era la vida allí, también podemos verlo como un paraíso para masoquistas y peor que cualquier “corredor de la muerte”. Incluso hubo un fraile (Frei Honorio) al que aquellas celdas amuebladas con poco o nada más que la paja donde dormían le parecieron excesivamente lujosas, y por ello se fue a vivir a una cueva cercana, aún más mísera y pequeña que las celdas del convento.
Es fácil describir los edificios, las celdas, el entorno, la vegetación… pero los sentimientos encontrados se agolpan en ese infierno/paraíso. Un lugar maravilloso para tener una casa de campo, para ir un fin de semana, diez días acaso… pero vivir en ese infierno verde y húmedo año tras año, solamente era posible si se tenía una fe tan grande que se buscaba la muerte mediante un martirio autoinflingido, o bien el entendimiento se perturbaba tanto, que en una suerte de “Síndrome de Estocolmo” se aceptaba vivir de ese modo tan austero. Aunque quizá esa dura vida nos lo parezca ahora a nosotros, y no lo fuese tanto en aquellos tiempos.
En cualquiera de los casos, es un lugar que debe visitarse con calma, sin la prisa normal del turista. Hay que pararse en cada rincón, dejar que los sentimientos afloren y pensar si aquellos frailes fueron unos pobres desgraciados muertos en vida, o quizá simplemente unos hippies adelantados a su tiempo, que vivían de lo que recolectaban y pasaban día tras día y año tras año, rezando y contemplando la naturaleza.
